2Cor 5, 20: “En nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios
La reconciliación ni se merece ni se consigue, sencillamente se recibe. Es un don gratuito que cuesta entender y hasta aceptar. Es el mismo Pedro el que lo experimenta en una escena cronológicamente previa al anterior cuadro: el lavatorio de los pies.
Observa
La escena está desbordada por dos manchas de color que definen a los dos personajes: parece que no tuvieran sitio y tuvieran que superponerse uno al otro en una postura forzada. Jesús está arrodillado a punto de lavarle los pies a Pedro, justo antes de la última cena. (Jn 13, 1-16).
Pedro está sentado, los pies introducidos en el agua. Una mano está suavemente posada con afecto en el hombro de Jesús, lo cual indica la relación de intimidad que hay entre los dos. La otra se alza escandalizada como queriendo frenar a Jesús. La cara de Pedro es de sorpresa. El pintor ha querido recoger ese momento en el que Pedro dice “Jamás me lavarás tú a mí los pies”. Sin embargo, Jesús no puede ver el gesto de Pedro, porque está completamente inclinado, casi humillado, sobre su acción. A Jesús no le interesan las excusas, sino sus pies: sin duda, la parte del cuerpo más indigna al estar constantemente en contacto con el polvo del camino. Los pies sucios representan simbólicamente la parte pecadora del hombre. La postura de Jesús es un escorzo exagerado, como si el pintor quisiera mostrar la transgresión escandalosa que contiene el gesto[1]. Jesús está vestido con el “efod” o manto, típico de los rabinos y de los sacerdotes. ¿Cómo es posible que un judío honorable, se rebaje a hacer un trabajo de esclavos? ¿Cómo es posible que todo un Dios, se abaje, se humille hasta lavar los pies de un pecador? Y es que la clave del cuadro y de la escena evangélica es precisamente esta: ¿quién es este Dios que viene a lavarnos los pies? Nunca se había pintado la “kenosis” de Dios de forma tan evidente
“En aquel tiempo ningún judío estaba obligado a lavar los pies a sus propios amos, para mostrar que un judío no era esclavo. Únicamente una madre o un esclavo hubiera podido hacer lo que Jesús hizo aquella noche. La madre a sus hijos pequeños y a nadie más. El esclavo a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor. El esclavo, resignado, por obediencia. Pero los doce no son ni hijos ni amos de Jesús”, Jose Luis Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Salamanca 1988, Sígueme, vol. III, pág. 157.
Un rostro en el agua sucia
Ponte en el lugar de Pedro. Descálzate. Pon encima de la mesa todo aquello que te da vergüenza. En el fondo no somos tan distintos de Pedro. Aquel que negará tres veces a su amigo, ahora no quiere dejarse lavar los pies. ¡Cómo va a permitir que su maestro se rebaje a limpiarle los pies sucios a él! Nosotros hacemos lo mismo. Creemos que nuestro pecado no es digno de Dios y rechazamos la idea de que quiera limpiarnos, como si se escandalizara de nuestra debilidad. Pero Jesús insiste: “Si no te dejas lavar los pies, no tienes nada que ver conmigo.” Es como si dijera: si no me dejas entrar hasta lo más oscuro de ti, aquello que rechazas profundamente en tu interior, no descubrirás nunca quien soy. Es precisamente en el agua sucia de nuestra debilidad donde descubrimos el verdadero rostro de Dios y nuestro verdadero rostro. El Dios de Jesucristo solo se puede ver a través de las aguas sucias de nuestro pecado, porque es donde él está, abajándose, humillándose, sanándome. Es ahí donde opera la reconciliación, en la batalla perdida de nuestras traiciones. La invocación desgarrada que surge de Pedro arrepentido, en el cuadro de Rembrandt, aquí tiene una respuesta desconcertante en ese Dios que elige lo más bajo de nosotros para amarnos. Y solo a través de nuestro fracaso su rostro se desvela como aquel que ama incondicionalmente.
Contempla el cuadro en su conjunto. Déjate mirar por el rostro reflejado en el agua sucia. Acepta la inclinación amorosa de Dios sobre tu miseria. ¡Acéptala! Baja despacio la mano crispada de tu orgullo, y acompaña el gesto de Jesús, y si eres capaz de articular palabra ora con el salmista: “Lávame, quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50).
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